He seguido atónita por RRSS la manifestación en contra del uso obligatorio de mascarilla.
He de decir que me ha dejado un regusto amargo, no solo por los argumentos esgrimidos negando la evidencia, sino también por ser testigo del alto riesgo de exposición al que los participantes a la manifestación se exponían mientras gritaban y se abrazaban sin llevar mascarilla.
Me cuesta creer que, a estas alturas, alguien piense que la situación no es real, que no han habido muertos y millones de afectados por el coronavirus.
Puedo estar de acuerdo en que la información ha sido sido manipulada en cierta medida, pero aseguraría que ha sido edulcorada más que otra cosa y que no se ha mostrado la cruda realidad. Bailes, aplausos, altas y no dolor, sufrimiento y muerte. Para mi, un grave error.
Soy de cumplir la ley porque, por fortuna, así me lo inculcaron mis padres. Una democracia se construye sobre derechos pero, como mi madre me ha dicho muchas veces, cada derecho conlleva obligaciones asociadas. Acatar esas obligaciones no debilita la democracia sino que la fortalece. Si se ha decretado el uso obligatorio de mascarilla por una cuestión de salud pública tengo obligación de acatarlo. En este caso yo lo hago por convencimiento y responsabilidad y me preocupa que algunos no quieran acatar las medidas decretadas para evitar volver a aquello que tan amargamente vivimos.
¿Derecho a manifestarse?. ¡Por supuesto!, siempre que no se ponga en riesgo la vida de los demás. Aunque, personalmente, creo que hay cosas más importantes por las que hacerlo: exigir una planificación para la vuelta segura de niños y adolescentes al colegio, por ejemplo.
Si fueran coherentes, aquellos que se manifiestan contra estas medidas de contención de la pandemia deberían rehusar a ser atendidos por los servicios sanitarios en caso de contagio. Pero tranquilos, la profesionalidad de todos aquellos aplaudidos y posteriormente perseguidos es inquebrantable.
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